Carpa Olivera

Personalidades urbanas de Mazatlán II

Por Fernando Alarriba

Las fotografías para este texto son cortesía de M.A.R

Richard Florida, experto en geografía y crecimiento económico, utiliza el concepto de personalidades urbanas para referirse a cómo cada ciudad tiende a mostrar sus identidades en espacios que están configurados a partir de sus actividades económicas, su dinámica cultural, social, política o por el medio ambiente.

El Malecón de Mazatlán, el espacio más emblemático de esta ciudad, es ideal para aplicar este concepto y así entender la diversidad y complejidad de la Perla del Pacífico.

Paseo Claussen

Cuando uno deja Olas Altas y se dirige al Norte el Malecón se transformar en una pasarela de esa abstracción comúnmente llamada, “pueblo”. Allí está la Carpa Olivera, una alberca marina rehabilitada en 2015 (casi un siglo después de su construcción), que se mantiene como un auténtico referente de la cultura local: paraíso de los fines de semana en el que generaciones de niños y niñas aprendieron a nadar rodeados de cangrejos, chololos y el ruido de las rompientes.

Después encontramos un conjunto de homenajes artísticos: las estatuas de José Ángel Espinosa “Ferrusquilla” y Salvador Lizárraga (fundador de La Original Banda El Limón); más allá, al lado de la belleza oceánica de la Mujer Mazatleca, se entra al “Paseo de las Estrellas”, placas deterioradas en honor a Pedro Infante, Cruz Lizárraga, Julio César Chávez, Los Tigres del Norte, José Alfredo Jiménez o Lola Beltrán…ídolos del pueblo que, salvo nombres como los de Enrique Patrón De Rueda o Gabriel Ruiz, están ligados a la emoción desgarrada, a la bravura y al alegre desparpajo de los sinaloenses.

Pero más que por estos símbolos del arte y el entretenimiento popular, en esta área el Malecón está marcado por la naturaleza: tan pronto asoma el rostro del Cerro de la Nevería, la bohemia de los cafés y bares del Paseo Olas Altas se desvanece y la vida porteña se concentra en el estrecho paso peatonal en el que se levanta la Glorieta Canobbio (antes Allende), un mirador erigido sobre una peña en donde estalla el sonido que seguramente inspiró a Severiano Briseño para escribir “Soy del mero Sinaloa donde se rompen las olas…”.

La “Mujer mazatleca”

Quizás, cerca de este punto, eldiplomático alemán Jorge Claussen vio estallar una parte del Cerro de la Nevería para fundar, en 1910, un nuevo espacio, un lugar que se conectó con el Paseo Olas Altas para enriquecer las caminatas de generaciones de mazatlecos que han contemplado el mar, sus sueños y el crecimiento de su ciudad. 

Con estas detonaciones nació una explanada que quedó coronada por otro mirador: la Glorieta Redo, donada por el Gobernador de Sinaloa, Diego Redo De la Vega. Ese lugar fue bautizado en los años 40 como Glorieta Rodolfo Sánchez Taboada (en honor a este militar y político mexicano) un amplio jardín de piedra que es templo de predicadores improvisados, carpa de circo, área de juegos, santuario de romances.

Alrededor y en el interior de la explanada se congregan multitudes ante toda clase de mercancía: camisas, ceniceros, culebras de madera, conchas marinas, espadas luminosas, matracas, pipas para fumar mota, destapadores y, en especial, comida, lo más selecto de la comida popular: las chucherías, la fritanga y los antojos dulces, ácidos, salados y agrios en formas de salchitacos, tostilocos, raspados de Concordia, kekis, cocos, ceviches, esquites, churros, algodones de azúcar, chamoyadas o hot dogs que llegan de las manos de vendedores y vendedoras venidos de los puntos más diversos de la ciudad.

Los últimos años han sido difíciles para ellos, ya que el Gobierno Municipal (en tres distintas administraciones) ha buscado desterrarlos, controlarlos a través de la expedición de permisos o, al menos, volverlos conscientes de la contaminación que genera la basura que, afirman, ellos producen.

Pero la realidad es que la Sánchez Taboada ha sido forjada a través del empuje y el ingenio de comerciantes que encuentran una oportunidad y se plantan, por artistas callejeros que cultivan a un público fiel y por generaciones de paseantes que adoran entregarse a la informalidad, la tranquilidad y el encanto de los juguetes y la comida barata.

Ante esto, los ideales de “modernización” (las búsquedas de embellecimiento urbano que pasan por alto el arraigo que distintos grupos tienen en los espacios públicos), muestran sus rostros más grotescos, la impunidad y la ignorancia, y dan oportunidad de que surja el “pueblo”: servicial pero entrón, humilde y bravo en su hartazgo de promesas huecas y ocurrencias políticas; pueblo que también es necio, temperamental e impulsivo; pueblo que se ampara en la ley, pero antes, en los derechos de su identidad; pueblo que es colonia, barrio, rancho o invasión sembrada en el corazón del mar mazatleco.

Siendo también Plaza Cívica, en el centro de la explanada se erige una asta en la que pocas veces hondea la bandera nacional. Allí mismo, una estatua de Benito Juárez parece indicar que en ese pequeño espacio laten los ideales del México moderno: el México de las leyes que defienden al “pueblo”.

Sin embargo, el principal emblema, el mayor símbolo de esta zona, se encuentra en el grupo de clavadistas que desde hace más de 50 años realiza su espectáculo sobre uno de los miradores de la explanada, al grado de que ésta es conocida por los locales como “El Clavadista”.

El Clavadista, en vuelo.

El oleaje, las rocas, el mirador desde el que se lanzan, la fisonomía, actitud y lenguaje de los clavadistas; la técnica del clavado y, en especial, el hecho de ser un espectáculo que goza de un profundo arraigo social, convierten a El Clavadista en un espacio y una práctica cultural única que está arraigada al imaginario colectivo y, al mismo tiempo, representa una atracción turística que lo ha convertirse en una de las imágenes más promovidas de Mazatlán a nivel nacional e internacional.

Pero este “espectáculo” es, antes que nada, una expresión del ser mazatleco, del ser salvaje y no domesticable de los patasalada, ya que ser clavadista no es para cualquiera: es vivir bronceado hasta la quemadura, pegado al mar y estigmatizado por la marginación.

Porque si en Olas Altas las culturas urbanas (skate, surf, etc.), el consumo recreativo de drogas y la moda estilo California denotan un estilo de vida juvenil, en el Clavadista denotan vicio. Lo “cool” de un lugar es drogadicción en otro: allá hay buena onda y bohemia; acá la adrenalina se usa para ganarse la vida.

Hace casi una década, un imponente complejo de departamentos fue construido cerca de la Sánchez Taboada, resucitando ese viejo aire de exclusividad que alguna vez tuvo el Paseo Claussen a través del enigmático Paseo Juan Domínguez, un recorrido construido sobre el Cerro de la Nevería en los años 30, el último guiño a los ideales de progreso, modernidad y cosmopolitismo que dieron fama a Mazatlán durante el siglo 19.

En el siglo 21, la presencia del poder y la riqueza de esta zona se repliegan más y más hacia lo alto del Cerro de la Nevería; mientras, abajo, suena el incansable barullo de los “¡ea-ea!” saliendo de las pulmonías y las aurigas, transporte que se ha convertido en la nueva carroza real del turismo porteño.

Nos detenemos en el monumento de la “Continuidad de la vida” mirando a la distancia, a la ciudad que crece, en donde se fraguan otras formas del ser mazatleco.

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